jueves, 22 de abril de 2010

EDUCACIÓN ALIMENTARIA


Desde hace unos meses se oyen por todas partes los riesgos de la obesidad. De una u otra manera se apela a la responsabilidad y obligación que todos tenemos de cuidar nuestra salud. Y en ese punto del discurso estoy de acuerdo. Si no cuido yo mismo de aquello que ingiero, llámese no sólo comida, sino también bebidas y drogas -legales e ilegales-, nadie más lo hará por el sano juicio de respetar mi libertad. Aun los padres podrían exigir respeto al modo de alimentar a sus hijos.
Pero, ¿hasta dónde la responsabilidad de las personas puede ser apelada dado que sólo es posible hablar de ella cuando se tienen opciones de dónde elegir? Yo seré responsable de si como algo alto en grasas, una hamburguesa, por ejemplo, cuando tengo las posibilidades de elegir una ensalada o una buena porción de atún. ¿Qué determina, entonces, las decisiones de las personas sobre su alimentación? Considero que habría varios elementos que analizar. La cuestión no se resuelve tan fácilmente con pláticas sobre nutrición o planes nacionales de salud alimentaria. De fondo hay un problema aún mayor: el de la educación. Educación, sí, pero educación alimentaria. Educación que se vuelve parte de la conciencia personal y que sirve como parámetro para juzgar qué es bueno o dañino para la propia salud.
Sin embargo, el proceso de esta educación, entiéndase por ello tiempo, espacio y personas, es complejo, por no decir poco existente. Si analizamos con un poco de detalle la vida de la mayoría de las personas de nuestro país nos encontraremos con un gran mosaico de realidades, situaciones y problemas. Simplemente porque la realidad de nuestro México no es la misma en el norte que en el sur, en el centro que en el bajío. Cierto, en todas partes hay personas con más recursos económicos que otros, y también en todas partes hay personas en total pobreza. Pero entonces, ¿serán las mismas medidas de prevención válidas para todos? Más bien habría que rescatar el sentido de las medidas en materia de salud para hacer de ellas una aplicación más acertada y apropiada a cada una de los contextos socio-culturales.
Y junto con ello va la prudencia personal, me refiero a la capacidad de saberse medir en nuestra ingesta de alimentos. En una ocasión, estando en Oaxaca de visita en una comunidad no muy lejana de la ciudad capital de aquel estado, me vi involucrado en los hábitos de aquellos que compartían su comida conmigo: desayuno, comida y cena "fuerte", sí, pero la gran diferencia es que yo no iba al campo a desquitar todo lo que había comido, así que gran parte de la energía de aquello que comí se quedó en mí en forma de unos kilos de más, y eso que no estuve más de dos semanas. ¿Qué quiero decir con esto? Que los hábitos alimenticios responden también a la dinámica propia de cada lugar. La de la ciudad provoca estrés y presión tan sólo por ser tan grande como es. Alimentarse bien se vuelve un desafío. Claro, hay hogares donde la comida se sirve caliente y balanceada, pero en muchos otros, y en gran cantidad de casos particulares, se come lo que se tiene a mano. ¿Tiempo para hacer ejercicio? Para muchos es rutina ya acostumbrada, para otros un lujo, y para otros tantos una necesidad. Por salud, vanidad o disponibilidad de tiempo, el ejercicio debería proponerse como ligado necesariamente a una alimentación balanceada.
Es correcto hacer trabajo de prevención en las escuelas de todo el país, pero el problema de la obesidad tiene que ver con toda la sociedad y, como siempre, tendría que concientizarse, capacitar y animar a los padres de todos los alumnos del país si realmente se quiere tomar en serio esto de la buena alimentación. De lo contrario, nuevamente se vuelve a dejar en manos de quienes laboramos en instituciones escolares un problema que compete, en primer lugar, a las familias.
Sergio García Díaz

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