jueves, 1 de abril de 2010

LA COSTUMBRE DEL DESORDEN


A partir de la afirmación “Lo propio del sabio es ordenar”, frase con la que comenzó su curso el director del centro de filosofía donde cursé la carrera, podría dar por cierto, entonces, dos cosas: primero, que existe un desorden dado a partir del cual hay que comenzar algo nuevo o diferente y, segundo, que todos tenemos la capacidad de poner orden. Sin embargo, no es así. Para algunos el orden está en el desorden –paradójicamente–; un desorden aceptado o convenido, incluso podría tratarse de un desorden ya hecho parte de la propia vida. Cabe aquí, entonces, otra observación: aunque tengamos la capacidad de “poner en orden las cosas”, muchas veces no tenemos la mínima disposición de hacerlo, porque no tiene que ver con nosotros, no nos conviene o, lo más sencillo, porque no nos importa.

El problema que surge cuando el desorden es ya parte de la vida personal –o familiar, o social– es que no se lo cuestiona más. La crítica o el rechazo debido se debilitan hasta convertirse en aceptación resignada del desorden. Lo sorprendente sería la inexistencia del mismo. El otro problema que surge es la apatía resultante. Si se tiene la capacidad de ordenar ésta igualmente se pierde. En otras palabras, podemos tener la capacidad de poner orden, pero no la habilidad desarrollada para hacerlo. Por ello, cuesta tanto trabajo en pensar siquiera la posibilidad de pasar del desorden al orden.

Así las cosas, explico por qué traigo a colación esta idea. La tan ya bien conocida “influenza humana o gripe AH1N1” se tradujo en las mentes de todos como un trastorno: trastornó en primer lugar nuestras vidas personales en su ritmo cotidiano de trabajo, convivencia social, cultural, deportiva y familiar, modificó nuestros tiempos de esparcimiento y práctica religiosa. Quienes vivimos en la ciudad de México, experimentamos esto, además, inesperadamente. A nivel personal, el proceso de asimilación y asentimiento fue forzado por la situación, por lo mismo lento y, en algunos casos, inexistente. Los ciudadanos, de manera personal no estábamos preparados para una emergencia de tal tipo. Las autoridades hacían lo que mejor consideraban, y valiéndose de la infraestructura gubernamental comenzaron suspendiendo clases en todas las escuelas, públicas y privadas, en todos los niveles, del D.F. y el Estado de México. A partir de esa medida se siguieron una serie de decisiones que afectaron el ritmo cotidiano de la metrópoli: cierre de restaurantes, bares, antros, cines, parques y, como era de esperar, la suspensión de clases en todas las escuelas del país. El nuevo virus de influenza porcina, como se le llamó al principio, puso en desorden nuestras vidas, significó caos, turbación y mucho miedo.

Como aquel señor que despidió a su empleada, por haber “ordenado” su escritorio de trabajo. Lo que hizo fue, con la intención de poner las cosas en orden, crearle un desorden real en lo que sólo era aparente. Dentro de todo ese montón de papeles y libros amontonados, había un orden y razón de ser lógicos para esa persona en particular.

Pero entonces, ¿cuál es el criterio para hablar de orden? ¿El orden implica que necesariamente cada cosa y persona esté en su lugar o haciendo lo que le corresponde? Desde un punto de vista objetivo esto ayuda y tal vez diría que es lo esencial al orden. Desde un punto de vista subjetivo, el de cada persona, sin duda, hay matices. Porque en una sociedad hay tantas visiones, tantas maneras de vivir la vida, tantas maneras de apropiarse de ella, tantas formas de resolver los problemas y tantas y tan diversas formas de querer lo mejor, como personas haya en una tal sociedad, comunidad o grupo de personas. La pregunta sería, entonces, ¿siendo tan diversos y tantos, en qué podemos ponernos de acuerdo o sentirnos hermanados los unos con los otros? Salvaguardando el derecho a la propia opinión, no hay pretexto válido cuando está en juego la salud y la vida –y con ello la tranquilidad–, no sólo la personal, sino la de mi familia, mis amigos y, en última instancia, la de los demás.

El desorden causa miedo. Y a lo que no estamos acostumbrados es a vivir teniendo miedo. Estamos acostumbrados al desorden, a la inseguridad, a la violencia, y cuando digo que estamos acostumbrados a ello no quiero decir que lo justifiques y mucho menos que lo necesitemos, sino que más bien apunto a la idea de que damos por hecho que esas situaciones existen, aunque muy ingenuamente creemos que nunca seremos víctimas de ellas. Cuando lo somos, entonces sí, tenemos miedo. Por eso, y lo vuelvo a decir, el desorden causa miedo. Estamos acostumbrados al primero, pero no al segundo.

Ojalá que también del miedo podamos sacar algo más permanente y no sólo pasajero. Ojalá que el desorden se transforme en iniciativas y creatividad. Ojalá que no sigamos remando contra corriente, mientras otros que están en la misma barca que nosotros se recuesten, se crucen de pies y con las manos tras la nuca, vean al infinito, como si la vida fuera un paseo egoísta por el mundo.
Eso pienso y creo.
Sergio García Díaz

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