EL DIOS REEMPLAZADO
Sergio García Díaz
La espiritualidad
como una manera de vivir una experiencia religiosa es, hoy en día, una práctica
cada vez más solicitada por quienes encuentran en ella una manera de integrarse
como personas y, en este sentido, con un referente mucho más amplio que la vida
individual. Detrás de esta afirmación hay un supuesto que damos por sentado
cuando leemos palabras como “espiritualidad” y “experiencia religiosa”, y ese
es la existencia de Dios. Los nombres con los que se le llama han permitido a
los grupos humanos formar religiones y fortalecer, a veces a grados extremos,
sentidos de pertenencia. Algunas veces son incluyentes, otras excluyentes.
Cualquiera que sea la concepción del dios en el que se crea, los diferentes
grupos religiosos y espirituales, han establecido ritos y maneras específicas
de relacionarse y comunicarse con su divinidad, de hacer su voluntad y de vivir
de acuerdo a la revelación recibida y a la interpretación hecha de ella.
Lo que quiero
señalar con este primer planteamiento es el hecho del “creer”. Normalmente a la
fe se la relaciona con este acto, propio de la voluntad y de la inteligencia. No
cree quien no ve razones suficientes para hacerlo y que lo lleven a querer
creer. Pero más que a religiones o a fundamentalismos, me refiero a la esencia
misma de todo tipo de espiritualidad o experiencia religiosa. Cualquiera de
estas dos sólo es posible allí donde de manera voluntaria y discernida, se ha
puesto el corazón y la mente completos.
En el ámbito
específico de las religiones y de las prácticas religiosas es evidente un
desplazamiento de la espiritualidad a ámbitos fuera del alcance de las normatividades
de las instituciones religiosas. La acción del espíritu divino, por decir en
una sola expresión las maneras diferentes de entender la acción de la divinidad,
escapa de cualquier rito humano establecido, es mucho más que meros pasos a
seguir o palabras que repetir. No los excluye, pero no se limita a eso. Al final
de cuentas, Dios actúa de tantas maneras y en tiempos que a veces nos sacan de
nuestros esquemas espirituales, nos hacen sorprendernos de lo trascendente que
es y nos lleva a disponer nuestra existencia a su acción, nos dejamos conformar
a su manera.
En realidad, este
segundo planteamiento me permite llegar al punto central de esta reflexión: ¿De
qué manera Dios ha sido reemplazado? ¿De qué Dios hablamos hoy en día? Hay una
pregunta que nos permite vislumbrar una parte de la respuesta: ¿En qué creemos?
(¿En qué creo? ¿En qué crees?). Puede haber dos tipos de respuesta: creemos en
algo o en alguien. Si se cree en algo, puede ser una realidad abstracta,
ininteligible, no física, una realidad que sea propia de los seres humanos,
como la energía, el conocimiento, la luz, la felicidad o la armonía, la paz, la
justicia, etc. Si se cree en alguien seguramente
tiene un nombre específico y con un significado único, como Yahvé, Jehová,
Mahoma, Buda, Jesús, puede ser un héroe de la historia, el fundador de una
empresa exitosa, un activista social, el presidente de un partido político,
incluso uno mismo. Ya sea que se crea en algo o en alguien, le atribuimos las
características que conocemos de Dios: omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia.
El objeto de nuestro acto de creer está
presente en todo, lo sabe y conoce todo, y tiene poder en todo.
¿Qué pasa cuando
estas características se las atribuimos a cosas como el éxito, la felicidad, la
salud, el dinero, el deporte, el sexo, las drogas, la corrupción, la ambición,
el poder, o incluso a los principios de vida o creencias que hemos adoptado? Que
en ello ponemos toda nuestra “fe”, nos volvemos acérrimos creyentes y
practicantes de los ritos y maneras en que nos relacionamos con ello, además de
que nos volvemos fieles ejemplos de que viviendo así o haciendo eso, es como se
puede llegar a ese punto que todos queremos y que a ciencia cierta nadie sabe
qué es exactamente. Porque, ¿cuándo se llega o se está en salud, o se tiene el
poder suficiente, o la belleza ideal, o la paz querida por todos?
Hay tres cosas
que quiero señalar aquí: la primera, que hemos hecho de los medios el fin, la
segunda, que a ese fin le hemos atribuido las características de una divinidad
y, tercera, que hemos aprendido o inventado maneras de estar siempre en contacto
con eso en lo que creemos. Para darnos cuenta de hasta dónde hemos desviado
nuestra concepción de Dios y de la espiritualidad, podemos preguntarnos: ¿Eso
en lo que creo ocupa el lugar de Dios en mi vida? ¿En qué medida lo es o con
qué características?
Esta realidad no
es cuestión de juicios morales, de ver si está bien o está mal, ni tampoco de propiciar
cambios a prácticas institucionalizadas. Simplemente pretendo señalar que los
seres humanos tenemos una dimensión espiritual en constante movimiento y que de
nosotros depende que esa parte nuestra realmente nos haga trascender nuestra
vida, sin dejarnos jugar trampas engañosas, que vienen con la publicidad y que
nos confunden con lo que hoy en día podemos llamar felicidad y bienestar.
Y tú, ¿En qué
crees? ¿En qué tipo de Dios crees?
Artículo escrito para la Revista Mundo en Español.
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