LA DEGRADACIÓN QUE PROVOCA EL PODER
Sergio García Díaz
En días pasados, en una de las clases que tuve, a propósito
de las bienaventuranzas y de una propuesta de relectura, les preguntaba a los
alumnos: ¿qué poder tienes?, ¿qué poder identificas en ti? Estas dos preguntas,
me hicieron pensar en la casi necesaria e ineludible relación del poder con la
autoridad. Y algo les dije de esto. De parte de ellos las preguntas fueron: “O
sea, ¿cómo puedo influir en los demás?, ¿cómo los manipulo?”
Esto me hizo pensar en algo igualmente importante de rescatar:
¿cuál ha sido mi experiencia del poder y de la autoridad?, ¿cuál ha sido la de
quienes están conmigo?, ¿qué son capaces de hacer las personas que tienen
poder?, ¿cuál es mi relación con la autoridad?
Si juntara las respuestas a estas preguntas, tendría un sinfín
de experiencias tan válidas como la mía. Porque la vida no pasa de una vez
igual para todos, a cada quien le acontece de diferente manera y de ella damos
cuenta, pero sólo desde la perspectiva en que hemos logrado comprenderla.
Hay cosas que no podría explicar qué son, como el poder, a
partir de la realidad, porque en la mayoría de los casos se me muestra
precisamente lo que no es. Sería la vía negativa de entenderlo. Para una
crítica del poder, es la adecuada. Pero el esfuerzo de reivindicar, no el poder
mismo, sino a las personas que lo ejercen, y lo han ejercido en bien de los
demás, exige no limitarse a una crítica apasionada de las injusticias, sino a
un acercamiento a las experiencias de crecimiento y humanización. Esta es una tarea
personal que sigue vigente: la de entender al poder como siempre puesto al
servicio de los demás.
Sin embargo, creo que una manera errónea y desvirtuada de entender
el poder, es como siempre hacia fuera, como ejerciéndose sólo hacia los demás,
y muchas veces a pesar de. En este sentido, no habría poder si no se puede
influir en los demás o, en otras palabras, manipularlos. El poder, por tanto,
sobre uno mismo no existe, no se lo vive como tal, cuando en la experiencia
personal de liberación, de muchos hombres y mujeres, todo empieza por la
capacidad de empoderarse, desde lo más íntimo de la conciencia, es decir, tomar
el poder de la vida propia y proyectarla, desde lo más esencial hacia fuera,
hacia el mundo, no para influir a los demás, sino para hacerla evidente y
mostrarla como existiendo realmente. Sólo así entiendo el empoderamiento -el
poder sobre uno mismo-, base de cualquier otra manera de ejercicio del poder.
La historia evidencia ambas maneras de ejercicio del poder. La
que destruye la convivencia humana y causa injusticia, y la que consolida los
lazos humanos y forma conciencia en la solidaridad y el respeto a los demás. Lo
que me parece importante rescatar de esto, es que ya sea una experiencia
positiva o negativa del poder, ya sea que se halle uno en un lado u otro de
esta dinámica, siempre y ante todo, se trata de personas. Y ésta es una de las
consideraciones principales a las que quería llegar. El poder se ejerce entre
las personas y su injusticia radica en que abusa de unas y sólo aprovecha a
otras. Esto es la degradación del poder.
El poder, ejercido desde una mentalidad dominante, degrada
la realidad hasta hacerla provechosa sólo para quien lo ejerce, excluyendo toda
posibilidad de reivindicación a quienes lo sufren. Aquí el poder es, en
términos históricos, patriarcal, pues ha hecho de la relación hombre-mujer, una
relación de poder. Un poder en el que, en el caso del hombre se combina con el
ostentar la autoridad, y en el caso de la mujer, con la otra cara de la moneda,
la sumisión y la obediencia.
¿Qué instituciones, histórica y socialmente establecidas,
perpetúan esta relación de poder entre hombre y mujer? ¿Qué dinámicas sociales
colocan al hombre y a la mujer en los polos opuestos del binomio poder-dominio
y poder-sumisión?
María-Milagros Rivera, de quien he aprendido mucho sobre
este tema, y a quien escribí en días pasados, me hacía esta aclaración: el
problema no es la institución (el matrimonio), sino el poder que,
históricamente sostenido por la violencia, ha hecho de la relación hombre-mujer,
una relación patriarcal, y que ha hecho del matrimonio una institución dotada
de poder social.
Lo que hay de fondo en la violencia y en las injusticias, es
el poder. El poder que puede tener cualquier nombre y apellido, cualquier
nacionalidad, credo y religión, cualquier color político e incluso miradas y
sonrisas deshonestas.
Me parece que la realidad nos urge a no degradar el poder,
pero sobre todo y principalmente, a no degradarnos entre nosotros mismos,
hombres y mujeres, hombre y hombres, mujeres y mujeres. Que así sea todavía en
muchas partes del planeta, no significa que sea la realidad que debamos aceptar
como designio divino.
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